Ese verano junté mis cosas y me fui al Aconcagua. El viaje a la ilusión de la cima de América ocurrió en enero de 2009 y como siempre que la aventura extrema llama, al principio éramos varios pero al final fuimos siendo menos hasta que en la ciudad de Mendoza dejé a mi último compañero en el hospital con un brazo quebrado por una moto.
Solo, con poco equipo y con el mal de altura en el medio del estómago sabía que no tenía muchas chances de lograr mi objetivo, entonces me dediqué a recorrer minuciosamente la zona baja. Fue así como crucé el puente ferroviario sobre el Río de las Cuevas, gateando por miedo a caer al agua por pisar un durmiente flojo o porque el viento torrencial me volara de mis pasos. También conocí los túneles donde antaño se hacían las recargas de los trenes que seguían para Chile y terminé, como no podía ser diferente, en el cementerio del pueblo bajo una luna gigante. Eran por lo general todas tumbas de escaladores fallecidos. Veía sus fotos y parecían tipos muy rudos, con lo que me iba convenciendo que tenía muy pocas chances de hacer cumbre y bajar vivo.