Fue una
tarde volviendo en bicicleta de Mercedes a Capital que me perdí a la altura de
Morón, y por mi eterna costumbre de no pegar media vuelta, seguí. Seguí
pensando retomar el camino más adelante y a diferencia de llegar a la Av.
Rivadavia, por donde venía, terminé media hora más tarde en los caminos
estrechos de un asentamiento de emergencia. Ese día había hecho más de 70
kilómetros, estaba muerto, el caer de la noche era inminente y ya no tomaba
demasiados recaudos. Paré en un camino parecido al de un basural a revisar el
mapa, cosa que no había hecho hasta ese momento. Cuando me volví a orientar
respirando profundo en desaprobación por los kilómetros que me había desviado,
hice una mirada más a mi entorno. Vi unos señores con unos carros desparramando
chatarras y cartones, vi a unos nenes corriendo entre los perros y vi mucha
basura por todos lados. Pero de la basura, que en varios lados estaba en
llamas, lo que me resultó más desagradable fueron los pañales descartables
tirados por doquier y largando un olor a plástico nauseabundo que entumecían el
ambiente.
Cuando
creí estar cerca del camino, el correcto, paré en una estación a cerciorarme de
mi intuición. El playero no me podía creer que hubiera salido entero de ahí.
Dijo que estaba loco, porque los domingos a la tarde, incluso, se armaban las
trifulcas. Seguí pedaleando con más ganas que nunca de llegar a mi hogar y
desde aquel momento, cuando sé que voy a andar por algún barrio complicado me
llevo un pañal simulando estar usado, pienso que nadie se atreverá a llevarse
esa parte de mis pertenencias en una situación comprometida.
Eso
había hecho en mi viaje a Rosario costeando la vía del Belgrano G. Había pasado
por ciudades y pueblos de todo tipo: grandes, chicos, fantasma, deshabitados.
Pero ahora estaba llegando a Rosario y en las afueras, la zona me hacía acordar
a aquella vuelta en bici a capital. Lo que no me había pasado en esa noche me
estaba a punto de pasar ahora, pero a plena luz del día. En una calle de tierra
y a unos 7 km del siguiente pueblo me pararon dos “malvivientes”. Sin ningún
asombro, nervios ni nada, el más “cancherito” de los dos saca un revolver, lo
martilla y me pide las cosas. Esa mañana había salido de la estación donde pasé
la noche sabiendo que el camino se pondría jevy. El malhechor había tenido la
simpatía de no apuntarme con el arma cargada, por eso todavía pude tener un
segundo de reflejos y acordarme del pañal. Saqué a la luz mis clases de
actuación (actué de San Martín en todos los actos escolares, nada más…) y
empecé el monólogo que tenía preparado. Temblando, hablando como un pelotudo y
agarrándome el culo les dije que tenía problemas de esfínteres y que usaba
pañales. Tenía debajo del short de baño la famosa calza de ciclista con lo que
cualquier inexperto en la materia jamás podría dudar de que efectivamente tenía
puesto un pañal. Quería sacar, antes de que se lleven la bici, unos pañales
para el resto del día. Para evitar malentendidos les ofrecí a ellos sacarlo y
dejarlos tirado por ahí, pero me dejaron hacerlo bajo insultos, apuros y
amenazas. Temblando, tres cuartos verdad un cuarto actuación, hice un
movimiento brusco donde cayó el pañal “usado” y saqué otro limpio. Los
malvivientes agarraron mi bici, con la alforja y una mochila, me sacaron la
campera y las zapatillas y huyeron para el pueblo.
Me había
quedado en patas, sin abrigo y con mis dos pañales. En el pañal “usado” tenía
la billetera con los documentos y tarjetas, las biromes para la colección que
había juntado durante la travesía, la camarita compacta y las llaves del depto.
A los malvivientes les había indicado dónde tenía el dinero, una segunda
billetera con lo suficiente para una semana de travesía, y en el mismo bolsillo
estaba el teléfono, una navaja, los anteojos y otras pavadas.
Pensé
que sería mejor volver por donde había venido. Aunque sentía la impotencia de
la situación y todavía tenía restos de adrenalina circulando por mi sangre.
Armé un
palo de linyera, colgué del mismo los pañales y empecé a caminar en medias
siguiendo las huellas de mi bici y pensando atravesar el pueblo hasta salir a
la ruta. En esas condiciones ya nadie me afanaría.
Al cabo
de una hora estaba inmerso en el asentamiento. En un bar estilo vieja pulpería
divisé el cubre-alforja de plástico amarillo de mi bici rodeada de muchas motos
y señores extraños. Me quedé observando desde lejos y estaban los dos sujetos
en una mesa hecha con una gran bobina de cable, muchos posibles amigos y varias
botellas vacías encima.
Algunos
tomaban y otros fumaban. Me di cuenta que las birras y Fernets los estaba
auspiciando yo y que todos felicitaban con un gesto al “cancherito” por su
trofeo.
A las
dos horas los borrachos se fueron en moto, los fumones daban vueltas por el bar
y mis amigos se disponían a repartir el botín. El segundo atracador se estaba
quedando con mi hermosa campera negra, mis zapatillas deportivas, el teléfono y
algo de plata. El otro tenía lo más preciado que era la bici, ya vieja pero muy
fiel a cualquier aventura, y dudo que se haya dado cuenta que al fondo de la
alforja y bajo unos cuantos libros, estaba la computadora.
Se
separaron en ese momento. Ahí me di cuenta que tal vez podría re-robar lo que
me habían hurtado. Lo mejor era recuperar la bici para seguir y terminar al
mismo tiempo el viaje. Hasta ese momento estaba escribiendo los hechos en un
librito que se llamaría “La sombra del Belgrano”, pero había quedado cancelado
hasta nuevo aviso.
Me daba
mucha pena la campera negra que tenía sus orígenes en el viaje al Aconcagua y
desde ese tiempo no me la sacaba ni para dormir. También pensé un rato en el
teléfono. Era un chiche hermoso, lleno de pelotudeces. Me lo habían dado en el
trabajo y con ese amable gesto mi amo me tenía siempre bajo su mira. Nos
sentábamos en la oficina a menos de 2 metros, sin vidrios, mamparas, paredes ni
nada de por medio. Pero si me tenía que decir algo me mandaba un mail o si era
una cagada a pedos un mensaje. “Charlie, el plano está mal traducido. ¿Qué le
digo ahora a Toyota”? Yo por mis adentros tenía todas las respuestas posibles,
pero no se las podía decir porque me quedaría sin empleo.
No
funcionaba de la misma manera cuando ambos estábamos en continentes diferentes.
Parece que la distancia nos ponía melómanos y me llamaba todos los días para
ver como seguían los planos y los modelos y saber si ya había aprendido a
manejar el robot de soldadura, tarea que me había dejado por si terminaba mis
deberes y no me quedaban entretenimientos. Terrible.
También
ese teléfono fue el culpable que casi me separara de una novia. Fue en la época
de las fiestas en el depto. Aprovechando que la cuenta la pagaba la empresa,
los parranderos mercedinos llamaron a medio rubro 59. Esa vez no pasó de una
charla en la hotline. Al otro día todos se fueron y esa noche, los que
volvieron, fueron los llamados molestos. Madrugada de lunes 2am, “Usted
solicito un servicio de mujeres, están abajo esperando”. “En su casa hay dos
señoritas que no las deja salir, le advertimos que vamos a mandar a los
muchachos”. Estaba cagado en las patas. No entendía nada, mi novia me miraba y
entredormida me decía, ¿En qué andas amor? ¿Es el amo? Ya estaba acostumbrada
que el amo me llamaba a cualquier hora. ¡No, no sé! Alguien se está equivocando
de número. A la llamada siguiente fue ella quien atendió y comprendieron que lo
mío había sido una aventura, y debía morir en la noche anterior. Al día
siguiente hubo reunión telefónica con cagada a pedos masiva con los mercedinos.
Al
cancherito con mi bici lo vi muy fumado. Era mi chance de agarrar mi
pertenencia y salir a las chapas hasta la ruta. Pero tendría que haber un
enfrentamiento y una disputa en las que no tenía ni la menor posibilidad de
ganar. Se quiso subir para salir andando, pero el sillín demasiado alto y su
estado lo tumbaron al suelo (tampoco descarto que el espíritu de mi bici haya
hecho su parte en la caída). Se le cayó el arma y vi que se la puso en el
elástico del pantalón. Finalmente salió caminando con la bici a tiro. Yo me
había armado una bandolera con los pañales para salir corriendo y tenía el palo
linyera como garrote. La opción que tenía pensada era la del cobarde: garrotazo
en la nunca, agarraba la bici y huía. Ese era el plan hasta que no me vi bajo
ninguna circunstancia pegando un garrotazo. Lástima que esa visión fue tarde,
corriendo y a unos 10 pasos del objetivo. Entonces de repente tiré el garrote y
mi agresión fue bajarle los pantalones por atrás. En ese momento al pibe se le
cayó el arma, fui más rápido que él mientras estaba preocupado por cubrir su
desnudez y la reboleé dentro de las casillas lo más lejos que pude. Me bastó
con empujarlo para que se cayera en la zanja y no se levantara y salí echando
putas en una carrera colosal hasta la ruta. Hice 34 km en 40 minutos y paré
recién en el Parque de la Independencia en la entrada de Rosario.
Me
tranquilicé, hice el recuento de mis petates y lo único que pensé fue que todos
los recuerdos asociados al teléfono y la campera se habían ido caminando por
unas calles sin nombre ni números. A la campera la extrañé todos los días de
lluvia, pero al celular no hubo un solo día que lo hubiera necesitado de tal
forma que justifique se reemplazo.
Años más
tarde, le conté la historia a JN. Él tiene alma de estratega guerrillero y sin
mi consentimiento puso un pelotón de gorriones canelo, los más bravos de la
especie, para saber del paradero de mis ladrones. Tiempo después estas fueron
sus palabras “El canchero se levantó avergonzado e insultado por el barrio que
había visto el suceso final de la bici y tuvo que huir como monaguillo en una
iglesia de la puna. El otro tuvo la peor muerte que se le desea a un ser humano.
Resulta que el amo quiso agrandar el departamento de ingeniería y tiempo después de haberme ido, me anduvo buscando para regresar a la empresa. Lo atendió todas las veces mi viejo amigo. Pobre. A los dos días le había secado las bolas. A la semana ya soñaba todos los días con él y tenía un incipiente trastorno de paranoia y a menos de 10 días el suicidio fue su única salida.
Podés escuchar esta historia aquí
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