Ese verano junté mis cosas y me fui al Aconcagua. El viaje a la ilusión de la cima de América ocurrió en enero de 2009 y como siempre que la aventura extrema llama, al principio éramos varios pero al final fuimos siendo menos hasta que en la ciudad de Mendoza dejé a mi último compañero en el hospital con un brazo quebrado por una moto.
Solo, con poco equipo y con el mal de altura en el medio del estómago sabía que no tenía muchas chances de lograr mi objetivo, entonces me dediqué a recorrer minuciosamente la zona baja. Fue así como crucé el puente ferroviario sobre el Río de las Cuevas, gateando por miedo a caer al agua por pisar un durmiente flojo o porque el viento torrencial me volara de mis pasos. También conocí los túneles donde antaño se hacían las recargas de los trenes que seguían para Chile y terminé, como no podía ser diferente, en el cementerio del pueblo bajo una luna gigante. Eran por lo general todas tumbas de escaladores fallecidos. Veía sus fotos y parecían tipos muy rudos, con lo que me iba convenciendo que tenía muy pocas chances de hacer cumbre y bajar vivo.
La luna brillante en un momento se reflejó en algo que no era más que el vidrio de un portarretrato, pero en la cercanía encontré la hermosa llave virgen. Una llave virgen es una llave que todavía no fue grabada para abrir una cerradura, es decir, una llave que no abre ninguna puerta. No quise ver el nombre del sepultado, pero me acerqué a juntar la llave que extrañamente estaba tibia.
Estuve
una media hora respirando con esfuerzo elucubrando teorías de porqué estaba aún
caliente, si el sol se había ido muy temprano y ni siquiera estaba cerca de la
ruta para que la haya tirado alguien desde ahí. Pensé que las termas que
estaban del otro lado de Puente del Inca tendrían algo que ver. Toqué el suelo
pedregoso pero estaba realmente helado como la noche.
Me
guardé la llave en el bolsillo y al alejarme me di cuenta que se iba enfriando
lentamente y ni el calor de mi mano le volvían a dar la temperatura inicial.
Desde que volví del Aconcagua le compré un cordón y la llevo siempre conmigo a la altura del pecho. Va siempre piola por la vida y yo ni me acuerdo, no me pesa, no me pica, no la siento. Aunque muy de vez en cuando se ofusca y toma temperatura y recuerdo aquella noche cuando la levanté del suelo con la inocente ilusión de traerme un simple regalito de aquel viaje.
Desde que volví del Aconcagua le compré un cordón y la llevo siempre conmigo a la altura del pecho. Va siempre piola por la vida y yo ni me acuerdo, no me pesa, no me pica, no la siento. Aunque muy de vez en cuando se ofusca y toma temperatura y recuerdo aquella noche cuando la levanté del suelo con la inocente ilusión de traerme un simple regalito de aquel viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario