En Mercedes, las inundaciones siempre fueron muy frecuentes sobre la calle 23. Nuestra casa quedaba sobre la 23.
Tal vez esa haya sido la razón de porqué siempre tuve mucha curiosidad por el agua, por dónde se iba, por cómo brotaba por los resumideros los días de lluvia intensa. Las hojas de los techos en otoño, las canaletas, los desagües, la alcantarilla de la esquina, todo un mundo para tener en cuenta apenas se largaba.
Allá por los 90 no entendía eso de la claustrofobia ni del encierro. Era muy niño (y flaco). Estoy haciendo memoria… Tenía la bici Trek (imitación) azul que me habían regalado a los 10, y estaba bastante nueva.
En mi familia, para un niño de esa edad ansioso por salir a la calle la única obligación era terminar con las tareas y volver antes que se hiciera de noche para colaborar con la cena. Y ese era el plan original, hasta que el loco Izzy me avisa con los tres telefonazos que no lo dejaban salir.
Era una
hermosa tarde como para quedarse adentro. Y aquí otra historia.
Encaré por la 23 en contramano hasta la avenida 40. Pasé primero por el hogar de monjas, donde agarré algunas naranjas para practicar puntería contra los postes de luz. En la esquina de la 34, compré un bocadito Holanda en el kiosko. A media cuadra cogoteé por la ventana del club gimnasia a ver si había alguien jugando, sólo gente comiendo en la barra. Más adelante, Manolo sentado en la vereda. Llegando a la 38, pedí bolitas de acero en el taller mecánico, nada. En la esquina, el temeroso dibujo de una serpiente en la vidriera de la farmacia, luego el movimiento de la escuela 10 y finalmente crucé la avenida 40.
Ahí en La Trocha siempre tenía muchas diversiones. Así le llamamos a la estación y playa de maniobras del Belgrano G, hoy sin movimiento ferroviario. Las columnas de las señales para trepar, las fosas llenas de aceite quemado y brea, el tanque de agua, la mesa giratoria, los galpones de girasol, la grúa, el boggie, los cirujas, el zanjón de la 40 con sus dos puentes de rieles (y los escondites debajo), la caza de renacuajos, el árbol de moras, el paraíso, los caminitos internos, los pastizales, los restos y marcas que quedaban cuando se iban los circos, la placita de la palomita en la 42, los escondites de cigarros y revistas porno de los pibes de la escuela 2, ya conocía todo.
Estaba con la bici en la 40 y 23 y justamente ahí enfrente había un resumidero. Una boca de tormenta más bien chica, de hormigón, encantadora. Me asomé con la bici y miré para adentro. Se veía inmediatamente un caño que salía para el zanjón, unos 10 metros. Fui hasta el zanjón y efectivamente ahí estaba: 80cm de caño de cemento reluciente desembocando a media altura del zanjón.
Até la bici sobre la baranda, era una protección precaria hecha con un viejo riel de 47 libras. Bajé hasta el caño y miré hacia la boca de tormenta. Se veía esplendorosa la luz que entraba por ahí, la típica imagen de la luz al final del túnel. Miré un rato, hablé en voz alta para escuchar el eco, canté, grité, sonaba hermoso.
Y hasta ahí hubiese sido lo prudente.
Miré para los costados, sin moros en la costa.
Me metí cuerpo tierra haciendo plancha y avanzando con los codos hacia adentro del caño. Avanzaba muy rápido emocionado. A mitad del recorrido, haciendo algunos movimientos podía ver ahora la luz adelante y atrás del caño. Con un poco más de esfuerzo llegué al final. ¡Estaba abajo del resumidero! Increíblemente podía ver y escuchar desde abajo el paso de los autos. Me hice una bolita y me metí en el hueco donde cae el agua. Miré entre la reja a ver si podía ver algo más o alguien me miraba. (Muchos años más tarde cuando me contaron la existencia de it me sentí muy cercano a ese payaso)
Instantes más tarde, la posición medio encorbadiza me había empezado a molestar. Pasó un rato y abruptamente terminó la diversión. Como si alguien hubiese apagado la música en una fiesta. El clima cambió. El tiempo pasaba. Seguía ahí adentro y me puse a pensar cómo saldría de ahí, ya que no veía tan clara la maniobra para entrar nuevamente en el caño y salir cuerpo tierra. No podía girar ahí dentro. Me di cuenta de que estaba lleno de hojas, y polvo y algunas lombrices y bolsas. Yo estaba totalmente lleno de polvo y los codos me dolían.
Comencé a respirar más de prisa. No quería cerrar los ojos porque perdía la dimensión y me mareaba. Tocaba las paredes constantemente y acercaba la nariz a la reja para respirar mejor. De repente no pasó más nadie. Los pibes del colegio habían salido a las 5 y ya no pasaba gente. Volví a querer girar ayudándome con las manos a pasar mis delgadas piernas de un lado a otro del hueco, pero se me trabó la rodilla contra el rebaje de cemento donde comenzaba el caño. Ahí perdí la tranquilidad y una sensación de muerte asegurada invadió mi cuerpo. Estaba seguro de que moriría ahí y jamás me encontrarían, porque seguramente ya también me habían afanado la bici.
Empecé a pensar en todas cosas negativas. Que se largaría a llover y se inundaría el hueco, como se inundaban todas las bocas de tormenta de la calle 23 cuando llovía. Que se metería una víbora en ese lugar y no me podría defender. Que el zanjón se llenaría y taparía la descarga y empezaría a entrar agua de la cloaca por el caño. Ahora quería cerrar los ojos. Destrabé mi rodilla y me acalambré el isquiotibial. Me sentía asfixiado. Quería estirarme. El corazón latía fuerte. Quede tendido.
Pasé a sentir de otra forma. Imaginé que ya estaba muerto. Que estaba todo perdido. Que no volvería a casa ni a ayudar con la cena ni nunca más. Todas las herramientas que tenía en el taller ahora las iban a usar mis hermanos sin pedirme permiso (no me gustaba la idea porque no las limpiaban bien cuando terminaban). Pasó un rato, dos o tres horas y yo seguía en el pozo. Pensaba si me moriría primero de hambre, o me picaría un bicho. O entrarían las ratas gigantes que se ven en los resumideros. Empecé a gritar. Pero la grave y prolija voz con eco que se escuchaba en la entrada del caño, ahora era un grito seco muy diezmado que apenas salía de mi boca.
Me empezó a dar ganas de mear. Había escuchado de esos rugbiers que se quedaron en la nieve y habían tenido que comerse entre ellos y tomar sus meos. No lo veía como una opción razonable mear ahí abajo y acomodarme para luego tomar eso desde el piso. Meé en las hojas y se fue todo haciendo un barro con el polvo.
Me quedé quieto un rato, de cuerpo y mente. Ya había tirado la toalla y no pensaba nada más. Hasta que de a poco volví a la calma. Me puteaba yo mismo de porqué estaba ahí solo, sin el loco Izzy. Se hizo de noche muy pronto y sólo tenía unos rayos de luz que entraban por las rejillas. En un momento sonreí, con una sonrisa irónica hacia mí mismo. Me empecé a burlar de cómo era tan boludo de haber llegado hasta ahí y no poder salir. Y en instantes la solución ya estaba. Me dolía todo de la posición incómoda. Me di cuenta de que no podría girar ahí abajo y entendí que tenía que volver cuerpo tierra, pero marcha atrás. De la misma forma que había entrado.
Cuando desenredé mis piernas, y las enfilé hacia el caño, y entraron, me dio mucha risa, me tenté a tal punto que no podía hacer fuerza.
Retrocedí ese tramo con bastante esfuerzo y llegué a la salida del túnel, o la entrada.
Trepé la
baranda y me estiré lo que más pude. Estaba encorvado, raspado, sucio.
A la noche en la cama cerré los ojos, intenté transportarme al mayor momento de desesperación, pero ya estaba muy atenuado. Había pasado la escoba mágica que borra cualquier sensación funesta y te deja pronto para una nueva aventura.
Hoy, unos 27 años más tarde pasé por el lugar, bajé hasta el caño y rememoré ese grato recuerdo.
Podés escuchar esta historia aquí
Muy bueno!! pero hoy desde el punto de vista de madre...si me entero primero lo abrazo y después flor de reto
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