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martes, 17 de septiembre de 2013

El loco Izzy

 
Mis gustos por las cuestiones esotéricas nacieron hace muchos años de la mano de quien me trasladara gran parte de mis actuales locuras: el loco Izzy. En el círculo de compañeros del octavo año era conocido simplemente como “el loco”. Él por aquel entonces tenía bien ganado su apodo, y yo no era más que su discípulo y compañero de “Complemento de Pesas”, una actividad que hacíamos los viernes a la noche en el Polideportivo de Mercedes.

Fue uno de esos viernes que nos rateamos y con la bici nos propusimos ir hasta el cementerio. Eran las 8pm y la noche cerrada. Pedaleamos alejándonos de la ciudad viendo por la espalda el resplandor de sus luces y empezando a respirar el aire fresco del campo abierto. Doblamos la curva de la 12 al fondo y pasamos junto a un bar de mala muerte lleno de increíbles borrachos de faroles de ginebra. Cuando pasamos el matadero empecé a sentir que el loco se ponía incómodo. En el camino me había hablado de historias con los muertos, cajones abiertos, rasguñados, y ahora que estábamos fuera del alcance de la civilización entendí que no le gustaba nada todo eso y que pretendía pegar la vuelta. Era un verdadero loco pero en sociedad. “Yo sigo, le dije con voz segura”. ¿Solo? Sí, si en ese caso vos también te vas a volver solo. En eso se empezó a oír el ruido del tren y el loco empezó a entrar en pánico. “El tren de noche me da miedo”,  “Escuchá como ladran los perros”, ¡“Volvamos”!

Ya entusiasmado con las historias entre las tumbas no me iba a perder la mejor parte así que lo acompañé hasta las luces del bar y me volví  hasta la vía a ver pasar al carguero con el carbón de petróleo proveniente de Mendoza. Ahí descubrí una aventura que posteriormente sería metié de todos los viernes: esconderme debajo de los durmientes del puente del ferrocarril cuando cruza el Río Luján y sentir los 25 vagones pasar a menos de 30 cm sobre mi cabeza, con todas las artimañas necesarias, como espejos para ver cómo se acercaba la luz y que los maquinistas no piensen que habían arrollado a un pibe suicida. Era fantástico. Una vez llegué a vivenciar el cruce del tren “el martita” de pasajeros a Junín y el carguero al mismo tiempo y en el puente. Fue un temblor total y con el río por debajo completamente desbordado.

Pasado el tren continuaba mi camino hacia la única luz de referencia: el teléfono en la entrada de la necrópolis. Ya no tenía la seguridad de estar acompañado y no podía pasar desapercibido de los ladridos delatores de los perros. Estaba parado frente a la entrada principal, en silencio absoluto. Me acerqué al teléfono a ver si andaba para llamar al loco a la salida. No tenía tono.

Até la bici a la reja de la puerta y escalé para pasar al otro mundo. La meta era ir hasta el paredón del fondo y llevarme una flor a cambio de un Padre Nuestro, para que el difunto víctima del azar no se sintiera ofendido. La flor era la prueba de la verdad de la apuesta con el loco. Luego volvería sin mirar en ningún momento para atrás.

Caminé los primeros 20 pasos y podía oír los latidos del corazón como si lo tuviera en la mano. Pensaba que si alguien me veía no se acercaría porque yo en su lugar no lo haría. Y si se acercaba, sería un loco supremo (seguramente armado) y me podría facilitar una charla interesante de los quehaceres como cuidador de cajones. Pero nada era suficiente para apaciguar las pulsaciones.

De todos modos cumplí mi meta, asomándome en cada bóveda abierta en busca de algún cajón con la tapa corrida, rota o directamente sin ella. En una divisé un gato plácidamente acostado sobre una tumba como si de abajo viniese un cierto calorcito. Iluminé con la luz del reloj y no podía ser posible, ya que el buen señor había fallecido dos décadas atrás.  Supuse que el gato me persiguió unos metros, pero no iba a darme vuelta por ningún motivo, así que me apresuré a localizar la reja y ver que la sombra de mi bicicleta ya no estaba.

Los latidos pararon. Sospechaba lo peor que era que el casero me hubiera visto y me haya robado la bicicleta por hacer algo no debido. Pensaba alguna excusa válida para ir a su casa a las 9 de la noche a reclamar mi móvil. Salté el tapial de la entrada, pero por un lugar diferente por si alguien me esperaba en la puerta. Me acerqué y vi que no había rastros de la cadena y si hubiera habido algún forcejeo lo hubiera escuchado en el silencio de la noche. Mi cabeza ya estaba en piloto automático y en un descuido creí entender todo. El único que sabía la combinación de la cadena era el loco. Seguramente, para no ser víctima de pesadillas y mis cargadas en los días siguientes me había seguido y me quiso hacer la broma de esconder la bicicleta. Broma de muy alta valentía considerando la hora y el lugar, pero no había otra posibilidad. Me paré en el medio de la calle y empecé a gritar: ¡Loco, tráeme la bici que ya es tarde”! Sólo grité un par de veces. Los únicos que respondieron fueron los perros ladrando.

Nunca encontré al loco esa noche, ni salió el casero con mis aplausos, ni jamás supe el paradero de la bicicleta. Me tuve que volver corriendo para no llegar tan tarde a casa y que el loco llamara para preocupar a todos. El loco nunca me terminó de creer la historia, la veracidad de la flor de plástico y que ya no tuviera mi playera naranja. Yo no pude decir la verdad del asunto en casa porque me internarían en el Cotolengo, ahí cerca del cementerio, y trataría de escapar todas las noches para recuperar mi bicicleta. Lo cierto también es que el loco ya no me dio mucha bola, sintió que en ese rubro había perdido su primer lugar y se dedicó a ser una persona normal. Hoy pasa sus horas llevando familiares a la necrópolis con su línea de colectivo, pero no presta servicio nocturno.

Podés escuchar este cuento acá

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