Mis gustos
por las cuestiones esotéricas nacieron hace muchos años de la mano de quien me
trasladara gran parte de mis actuales locuras: el loco Izzy. En el círculo de compañeros
del octavo año era conocido simplemente como “el loco”. Él por aquel entonces
tenía bien ganado su apodo, y yo no era más que su discípulo y compañero de “Complemento
de Pesas”, una actividad que hacíamos los viernes a la noche en el Polideportivo de
Mercedes.
Fue uno
de esos viernes que nos rateamos y con la bici nos propusimos ir hasta el
cementerio. Eran las 8pm y la noche cerrada. Pedaleamos alejándonos de la
ciudad viendo por la espalda el resplandor de sus luces y empezando a respirar
el aire fresco del campo abierto. Doblamos la curva de la 12 al fondo y pasamos
junto a un bar de mala muerte lleno de increíbles borrachos de faroles de
ginebra. Cuando pasamos el matadero empecé a sentir que el loco se ponía
incómodo. En el camino me había hablado de historias con los muertos, cajones
abiertos, rasguñados, y ahora que estábamos fuera del alcance de la
civilización entendí que no le gustaba nada todo eso y que pretendía pegar la
vuelta. Era un verdadero loco pero en sociedad. “Yo sigo, le dije con voz
segura”. ¿Solo? Sí, si en ese caso vos también te vas a volver solo. En eso se
empezó a oír el ruido del tren y el loco empezó a entrar en pánico. “El tren de
noche me da miedo”, “Escuchá como ladran
los perros”, ¡“Volvamos”!
Ya
entusiasmado con las historias entre las tumbas no me iba a perder la mejor
parte así que lo acompañé hasta las luces del bar y me volví hasta la vía a ver pasar al carguero con el
carbón de petróleo proveniente de Mendoza. Ahí descubrí una aventura que
posteriormente sería metié de todos los viernes: esconderme debajo de los
durmientes del puente del ferrocarril cuando cruza el Río Luján y sentir los 25
vagones pasar a menos de 30 cm sobre mi cabeza, con todas las artimañas
necesarias, como espejos para ver cómo se acercaba la luz y que los maquinistas
no piensen que habían arrollado a un pibe suicida. Era fantástico. Una vez
llegué a vivenciar el cruce del tren “el martita” de pasajeros a Junín y el
carguero al mismo tiempo y en el puente. Fue un temblor total y con el río por
debajo completamente desbordado.
Pasado el tren continuaba mi camino hacia la única luz de referencia: el teléfono en
la entrada de la necrópolis. Ya no tenía la seguridad de estar acompañado y no
podía pasar desapercibido de los ladridos delatores de los perros. Estaba
parado frente a la entrada principal, en silencio absoluto. Me acerqué al
teléfono a ver si andaba para llamar al loco a la salida. No tenía tono.
Até la
bici a la reja de la puerta y escalé para pasar al otro mundo. La meta era ir
hasta el paredón del fondo y llevarme una flor a cambio de un Padre Nuestro,
para que el difunto víctima del azar no se sintiera ofendido. La flor era la
prueba de la verdad de la apuesta con el loco. Luego volvería sin mirar en
ningún momento para atrás.
Caminé
los primeros 20 pasos y podía oír los latidos del corazón como si lo tuviera en
la mano. Pensaba que si alguien me veía no se acercaría porque yo en su lugar
no lo haría. Y si se acercaba, sería un loco supremo (seguramente armado) y me
podría facilitar una charla interesante de los quehaceres como cuidador de
cajones. Pero nada era suficiente para apaciguar las pulsaciones.
De
todos modos cumplí mi meta, asomándome en cada bóveda abierta en busca de algún
cajón con la tapa corrida, rota o directamente sin ella. En una divisé un gato
plácidamente acostado sobre una tumba como si de abajo viniese un cierto
calorcito. Iluminé con la luz del reloj y no podía ser posible, ya que el buen
señor había fallecido dos décadas atrás.
Supuse que el gato me persiguió unos metros, pero no iba a darme vuelta
por ningún motivo, así que me apresuré a localizar la reja y ver que la sombra
de mi bicicleta ya no estaba.
Los
latidos pararon. Sospechaba lo peor que era que el casero me hubiera visto y me
haya robado la bicicleta por hacer algo no debido. Pensaba alguna excusa válida
para ir a su casa a las 9 de la noche a reclamar mi móvil. Salté el tapial de
la entrada, pero por un lugar diferente por si alguien me esperaba en la puerta.
Me acerqué y vi que no había rastros de la cadena y si hubiera habido algún
forcejeo lo hubiera escuchado en el silencio de la noche. Mi cabeza ya estaba
en piloto automático y en un descuido creí entender todo. El único que sabía la
combinación de la cadena era el loco. Seguramente, para no ser víctima de
pesadillas y mis cargadas en los días siguientes me había seguido y me quiso
hacer la broma de esconder la bicicleta. Broma de muy alta valentía
considerando la hora y el lugar, pero no había otra posibilidad. Me paré en el
medio de la calle y empecé a gritar: ¡Loco, tráeme la bici que ya es tarde”! Sólo
grité un par de veces. Los únicos que respondieron fueron los perros ladrando.
Nunca
encontré al loco esa noche, ni salió el casero con mis aplausos, ni jamás supe
el paradero de la bicicleta. Me tuve que volver corriendo para no llegar tan
tarde a casa y que el loco llamara para preocupar a todos. El loco nunca me
terminó de creer la historia, la veracidad de la flor de plástico y que ya no
tuviera mi playera naranja. Yo no pude decir la verdad del asunto en casa porque
me internarían en el Cotolengo, ahí cerca del cementerio, y trataría de escapar
todas las noches para recuperar mi bicicleta. Lo cierto también es que el loco
ya no me dio mucha bola, sintió que en ese rubro había perdido su primer lugar
y se dedicó a ser una persona normal. Hoy pasa sus horas llevando familiares a
la necrópolis con su línea de colectivo, pero no presta servicio nocturno.
Podés escuchar este cuento acá
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