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lunes, 11 de noviembre de 2013

Gajes del oficio

 
Era viernes por la tarde y promediaba una jornada más en la bicicletería del viejo Basualdo. Había vuelto del colegio y como no tenía deberes fui a trabajar un rato antes. Se acercaba el día del niño y la venta de bicicletas estaba en auge.

Hacía menos de un mes había entrado al curso una compañera nueva de la que todos estábamos enamorados. No solamente porque era nueva, que lo nuevo siempre tiene un gustito diferente, sino porque era realmente hermosa. Alta, flaquita, ojitos claros y un pelo rubio espeluznante. Este último detalle era la envidia de todas las demás compañeras que ya la odiaban por la simple rivalidad. Era simpática con lo justo, vestía elegante debajo del guardapolvo blanco, alegre, risueña e inalcanzable para el común de los mortales del que yo me sentía parte.

Ya había generado peleas entre varios compañeros que se disputaban su atención, pero nadie había alcanzado el objetivo. Varios habían querido seducirla con una vuelta en auto, que en aquellos inicios al volante era el sumun de las salidas, pero ella era inmune a cualquier intento de humanidad. Era casi una reina y nada material parecía atraerla.

Yo me preparaba para emparchar la vieja Musetta del oveja, un vecino del barrio, y lo hacía completamente ido pensando en que era viernes y a la nueva compañera no la vería recién hasta el lunes en la primera hora de historia.

Estaba abriendo un nuevo frasco de cemento de contacto para pegar los parches y no sé si estaba vencido, o el calor de la temprana primavera en el galpón de chapa lo había alterado, pero cuando acerqué el destornillador para sacar la tapa la misma voló por el aire generando una lluvia de pegamento que bañó la mesa, tapó todos los almanaques “de taller” que había en la pared, otra parte cayó en mi pelo, en mi parpado izquierdo y en mi boca.

Y empezó la diversión. La parte que cayó en mi párpado hizo que se pegara y quedara mi ojo siempre abierto. Lo que cayó en la boca me lo tragué y fue mi incursión en los alucinógenos y la parte del pelo hizo cumplir uno de mis sueños inconclusos hasta el momento. Siempre había soñado con tener rastas, pero en el colegio no me dejaban siquiera tener el pelo un poco más largo de lo normal. Ahora había sido involuntario y en el espejo acomodaba los pegotes uniendo varios mechones y formando los soñados mejunjes de cabello. El estupefaciente estaba haciendo efecto y había perdido completamente la inhibición. Puse el cassette de Bob Marley y acomodé el despelote de la mesa.

En esas condiciones, con las falsas rastas en la cabeza y el pegamento en busca de sumar a mi cabeza cualquier objeto volador, salí a la vereda a dejar las bicicletas arregladas. Miro para la Av. 30 y oh sorpresa la veo venir.

Se paralizó el mundo entero. Había encontrado al maldito unicornio azul de Silvio Rodriguez por el que me correspondía el millón y tenía la mejor chance de invertirlo frente a mis ojos. En otra circunstancia me hubiera dado vergüenza que supiera que era bicicletero, pero los efectos desinhibidores y exaltadores eran superiores a todo.

Fue un instante, un tus ojos mis ojos, donde justo pestañeo sin recordar que uno de mis ojos no se cerraba y salió desde el inconsciente un guiño de ojo que devolvió con una sonrisita devastadora. Ella casi ni me conocía, pero se acercó a saludarme e hizo un lindo gesto de aprobación por mi nuevo look rastafari.

Completamente desbordado de alegría le agarré su mano inmaculada con las mías llenas de grasa y su gesto de aprobación hizo que termináramos en un increíble beso en la mejilla. Acto seguido no le había soltado las manos y al ver que no se inquietaba suavemente me fui acercando y vino el momento del piquito mágico. Y ahí estábamos los dos abrazaditos, juntitos, sin que nada en el mundo nos importara.

Pero las historias increíbles siempre tienen una parte que nadie cuenta. Y yo voy a contar como terminó esta.

El viento no es el mejor amigo de los ciclistas ni de los peinados estrafalarios. Basta con uno fuerte en contra para que la pedaleada sea una odisea o los lingotes invertidos en la peluquería se pierdan en un segundo. Y para no ser menos, en el momento más lindo de la tarde, el del abrazo post piquito, el sonda mercedino hizo de la suya soplando torrencialmente haciendo de nuestras cabezas una sola cabellera. Yo estaba demasiado pendiente de grabar el momento en mi cerebro y pensando que se lo diría a todos los pibes del aula y jamás me lo creerían, cuando de repente bajé a la realidad de un terrible grito.

Resulta que mi rasta pegajosa había invitado a sus hermosos rizos dorados a unirse a la contienda y ya no había forma de que los dejaran regresar a la cabeza de mi bella compañera. Ella completamente consciente de lo que estaba sucediendo ahí arriba estaba a los gritos en el medio de la calle y nadie entendía que pasaba o por qué no se alejaba de mí si era el que le estaba causando daño. La realidad es que estábamos completamente pegados como un parche en la rueda y la única forma de desunirnos era cortando el pelo de alguno de los dos.

Yo fui muy caballero y cedí mis rastas para la ocasión dejando mi cabeza al descubierto con las cicatrices de mis épocas de leñador. Silbando bajito me metí en el taller y por el espejo la vi salir de la bicicletería con la cabeza hecha una madeja de pelos pegoteados y supe que el daño era irreparable.

La semana siguiente faltó al colegio. Recién la otra apareció con un gorro y comprendí que se había tenido que rapar porque no hubo forma de sacarse el pegamento. Fueron los meses más duros para la chica más hermosa de la promoción hasta que le volvió a crecer el pelo.

A pesar de que pasaron más de 15 años no me ha vuelto a saludar y hasta se cruza de vereda si me ve venir o se baja del 57 si me ve arriba.

Yo siempre lo tomé como un chascarrillo de la señora naturaleza y siento que con los años me lo voy a ir olvidando, así que aprovecho para decirte que sólo te falta saber reír de tus defectos para ser una reina por completo.

Podés escucharlo aquí

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