Era
viernes por la tarde y promediaba una jornada más en la bicicletería del viejo
Basualdo. Había vuelto del colegio y como no tenía deberes fui a trabajar un
rato antes. Se acercaba el día del niño y la venta de bicicletas estaba en
auge.
Hacía
menos de un mes había entrado al curso una compañera nueva de la que todos
estábamos enamorados. No solamente porque era nueva, que lo nuevo siempre tiene
un gustito diferente, sino porque era realmente hermosa. Alta, flaquita, ojitos
claros y un pelo rubio espeluznante. Este último detalle era la envidia de
todas las demás compañeras que ya la odiaban por la simple rivalidad. Era
simpática con lo justo, vestía elegante debajo del guardapolvo blanco, alegre,
risueña e inalcanzable para el común de los mortales del que yo me sentía parte.
Ya
había generado peleas entre varios compañeros que se disputaban su atención, pero
nadie había alcanzado el objetivo. Varios habían querido seducirla con una
vuelta en auto, que en aquellos inicios al volante era el sumun de las salidas,
pero ella era inmune a cualquier intento de humanidad. Era casi una reina y
nada material parecía atraerla.
Yo me preparaba
para emparchar la vieja Musetta del oveja, un vecino del barrio, y lo hacía
completamente ido pensando en que era viernes y a la nueva compañera no la
vería recién hasta el lunes en la primera hora de historia.
Estaba
abriendo un nuevo frasco de cemento de contacto para pegar los parches y no sé
si estaba vencido, o el calor de la temprana primavera en el galpón de chapa lo
había alterado, pero cuando acerqué el destornillador para sacar la tapa la
misma voló por el aire generando una lluvia de pegamento que bañó la mesa, tapó
todos los almanaques “de taller” que había en la pared, otra parte cayó en mi
pelo, en mi parpado izquierdo y en mi boca.
Y
empezó la diversión. La parte que cayó en mi párpado hizo que se pegara y
quedara mi ojo siempre abierto. Lo que cayó en la boca me lo tragué y fue mi
incursión en los alucinógenos y la parte del pelo hizo cumplir uno de mis sueños
inconclusos hasta el momento. Siempre había soñado con tener rastas, pero en el
colegio no me dejaban siquiera tener el pelo un poco más largo de lo normal.
Ahora había sido involuntario y en el espejo acomodaba los pegotes uniendo
varios mechones y formando los soñados mejunjes de cabello. El estupefaciente
estaba haciendo efecto y había perdido completamente la inhibición. Puse el cassette
de Bob Marley y acomodé el despelote de la mesa.
En esas
condiciones, con las falsas rastas en la cabeza y el pegamento en busca de
sumar a mi cabeza cualquier objeto volador, salí a la vereda a dejar las
bicicletas arregladas. Miro para la Av. 30 y oh sorpresa la veo venir.
Se
paralizó el mundo entero. Había encontrado al maldito unicornio azul de Silvio
Rodriguez por el que me correspondía el millón y tenía la mejor chance de
invertirlo frente a mis ojos. En otra circunstancia me hubiera dado vergüenza
que supiera que era bicicletero, pero los efectos desinhibidores y exaltadores
eran superiores a todo.
Fue un
instante, un tus ojos mis ojos, donde justo pestañeo sin recordar que uno de
mis ojos no se cerraba y salió desde el inconsciente un guiño de ojo que
devolvió con una sonrisita devastadora. Ella casi ni me conocía, pero se acercó
a saludarme e hizo un lindo gesto de aprobación por mi nuevo look rastafari.
Completamente
desbordado de alegría le agarré su mano inmaculada con las mías llenas de grasa
y su gesto de aprobación hizo que termináramos en un increíble beso en la
mejilla. Acto seguido no le había soltado las manos y al ver que no se
inquietaba suavemente me fui acercando y vino el momento del piquito mágico. Y
ahí estábamos los dos abrazaditos, juntitos, sin que nada en el mundo nos
importara.
Pero
las historias increíbles siempre tienen una parte que nadie cuenta. Y yo voy a
contar como terminó esta.
El
viento no es el mejor amigo de los ciclistas ni de los peinados estrafalarios.
Basta con uno fuerte en contra para que la pedaleada sea una odisea o los
lingotes invertidos en la peluquería se pierdan en un segundo. Y para no ser
menos, en el momento más lindo de la tarde, el del abrazo post piquito, el
sonda mercedino hizo de la suya soplando torrencialmente haciendo de nuestras
cabezas una sola cabellera. Yo estaba demasiado pendiente de grabar el momento en
mi cerebro y pensando que se lo diría a todos los pibes del aula y jamás me lo
creerían, cuando de repente bajé a la realidad de un terrible grito.
Resulta
que mi rasta pegajosa había invitado a sus hermosos rizos dorados a unirse a la
contienda y ya no había forma de que los dejaran regresar a la cabeza de mi
bella compañera. Ella completamente consciente de lo que estaba sucediendo ahí
arriba estaba a los gritos en el medio de la calle y nadie entendía que pasaba
o por qué no se alejaba de mí si era el que le estaba causando daño. La
realidad es que estábamos completamente pegados como un parche en la rueda y la
única forma de desunirnos era cortando el pelo de alguno de los dos.
Yo fui
muy caballero y cedí mis rastas para la ocasión dejando mi cabeza al descubierto
con las cicatrices de mis épocas de leñador. Silbando bajito me metí en el
taller y por el espejo la vi salir de la bicicletería con la cabeza hecha una
madeja de pelos pegoteados y supe que el daño era irreparable.
La
semana siguiente faltó al colegio. Recién la otra apareció con un gorro y
comprendí que se había tenido que rapar porque no hubo forma de sacarse el
pegamento. Fueron los meses más duros para la chica más hermosa de la promoción
hasta que le volvió a crecer el pelo.
A pesar
de que pasaron más de 15 años no me ha vuelto a saludar y hasta se cruza de
vereda si me ve venir o se baja del 57 si me ve arriba.
Yo
siempre lo tomé como un chascarrillo de la señora naturaleza y siento que con
los años me lo voy a ir olvidando, así que aprovecho para decirte que sólo te
falta saber reír de tus defectos para ser una reina por completo.
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