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jueves, 11 de enero de 2024

El canuto para los soldados




Esta historia esconde más de lo que cuenta y eso se respiraba en la mesa de Herr Fertig las pocas veces que fue contada ante sus nietos.

Herr Fertig era mi patrón en el campo. Con escasos 9 años, cuarto y único hijo varón de la familia, había huido de la Alemania de post guerra para empezar una nueva vida más pacífica en la otra punta del mundo, en Agote (Argentina). Fiel a su religión -trabajador, inteligente y riguroso- pronto supo hacerse la américa en estas tierras fértiles y despobladas. Tuvo varios hijos que rápidamente se dispersaron por el mundo y en aquel tiempo, mi tiempo en el campo, eran sus nietos los que venían a visitarlo y pasar un verano en su casa. 

El puntapié de la historia se disparaba con algún comentario de la realidad argentina mientras compartía un almuerzo con sus nietos al que a veces me invitaban. “Los argentinos no saben lo que tienen porque tienen mucho” y así arrancaba la historia escrita con sangre que le brotaba desde adentro.

La guerra estaba terminando y todo era aún peor que en el tiempo de combate: ya no había límites y los soldados, no importaba de qué bando fueran, arrasaban con todo. Se robaban la comida, dinero, municiones, violaban a las mujeres, torturaban a los hombres disidentes y seguían su rumbo errático hacia otro pueblo que correría la misma suerte. En la pequeña aldea adonde vivía Herr Fertig los habitantes hacían sonar una alarma para que las mujeres y niñas se escondieran en los sótanos cuando se veía algún movimiento en las afueras. Luego llegaban las escuadras y desmandadas por la morfina cometían las atrocidades más impensadas. Una de ellas le costó la vida a su padre y Herr Fertig lo contaba con la mirada perdida entre los árboles balbuceando lentamente que había visto a cara descubierta como seis soldados lo degollaban frente a todos en un intento por proteger a su hija de los crímenes de guerra. Su madre, lejos de bajar los brazos, retorcía su vientre ahogando penas y manteniendo en alto el espíritu del hogar, administrando la comida, el humor y el destino de la familia.

Mientras las mujeres no podían casi salir de la casa, Herr Fertig recorría con una bicicleta las casas abandonadas en el pueblo vecino buscando anillos, velas, revistas y latas de comida, y hasta creo yo, profanaba tumbas y desenterraba féretros en el cementerio con el afán de encontrar cualquier cosa que resultara llamativa.

Durante varios meses fueron llegando los soldados que eran recibidos por una mujer fortachona y maloliente y un niño endurecido prematuramente. Todos eran saciados con comida que ni ellos mismos probaban, eran ofrecidos con dinero y joyas en medio de un silencio petrificante que provenía de las entrañas de la casa adonde se escondían las tres señoritas.  

Herr Fertig hacía pausas. Nadie nunca lo interrumpía ni pedía ninguna explicación. Su esposa le acercaba un pañuelo blanco y se mantenía un silencio extenso en donde todos imaginábamos desenlaces bastante trágicos.

Finalmente, reincorporaba la mirada sobre su nieto y le pedía por el amor de Dios que tuviese siempre un canuto para los soldados, para cualquier soldado, remarcaba. Un canuto es eso que te puede salvar la vida decía, es un doce, un doce por ciento por ejemplo, como doce fueron los apóstoles a los que rezaban todos los días y doce fueron los largos meses de ese último año hasta la llegada a la Argentina. Acuérdense de su abuelo decía y mascullaba en voz baja: un canuto para los soldados.

Yo me fui del campo, pasaron los años y un buen día llegó el 2020, ese tiempo oscuro que nos tocó vivir a la humanidad. Encerrado en mi habitación, sentí por primera vez en todos esos años que habían llegado los soldados a arrasarlo todo y le agradezco eternamente a Herr Fertig por haberme hecho partícipe de ese valioso consejo.

 

También podés escuchar esta historia en Spotify

 

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