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miércoles, 17 de noviembre de 2021

Medallista urbano o corre por tu vida.

 

 

Me terminaba de atar los cordones de las botas número cuarenta y seis y medio en la calurosa tarde del 21 de diciembre cuando a más de 100 kilómetros mis amigos reunidos se preguntaban qué le estará pasando a charlie en este momento.

Me estaba por ir unos días de mochilero y por eso osaba en probarme los borceguís de suela muy dura y felpa muy abrigada en esta época del año.

La avenida Corrientes en la esquina de Pueyrredón explotaba de gente: comerciantes malhumorados por la falta de electricidad, kiosqueros que habían salvado el año vendiendo gaseosas inmersos en la ola de calor, regateadores de precios que entraban y salían de cuanto negocio había, y también estaban los manteros. Los manteros, o como se los quiera llamar, son unos señores de cara muy seria que hablan poco español y venden imitaciones de anteojos usurpando buena parte de las veredas. La gente se detiene a ver qué tienen de nuevo, entorpeciendo aún más el elevado tránsito de fin de año y dándole lugar a los pungas a que se hagan de varios teléfonos y billeteras.

Por esa vereda y con la única intención de recordar cómo era caminar en esas naves espaciales venía yo con mi mochila. 

No miraba comercios, no miraba anteojos y a duras penas prestaba atención a mi alrededor. Que hay otros lugares mejores para caminar y probar botas, seguro! Pero me encanta ese tumulto enloquecedor de la capital, así que venía disfrutando todo hasta que de repente siento un tirón en la mochila y veo un pibe queriendo hacerse cargo del contenido de los bolsillos. Como se dio cuenta que lo había visto me empujó y salió caminando ligero muy disimulado en la otra dirección.

¡Craaaaa - Praaaaa - Prishhhhh - Traaaaa....! fueron los cuatro pasos que di cuando trastabillé y fui a parar encima de todos los anteojos que custodiaba un inmenso emisario de la oscuridad, con gigantes labios, enormes manos y un séquito de compañeros que se acercaban para presenciar la catástrofe.

Si por lo menos me hubiera caído podría haber fingido algún dolor fortísimo y pedido una ambulancia. Pero no había terminado de llegar al piso y ahora estaba parado encima de coloridos Ray-ban de los que no había quedado un sólo ejemplar sano. El señor me miraba agarrándose la cabeza y hablándome en voz alta en algún idioma que jamás había escuchado. A su lado, su compañero infaltable que vende cinturones ensayaba el símbolo de latigazos con un cinto que todavía no había vendido, enroscando y desenroscándolo con un brusco movimiento contra el poste de alumbrado. Yo trataba de explicarle inútilmente la situación al pobre cristiano que simplemente había perdido toda la ganancia y el negocio de diciembre, mes de ventas por excelencia.

La multitud del entorno se remitía a esperar muy atenta el momento de las trompadas sin abrir la boca. El policía de la cuadra estaba muy compenetrado acomodando su barriga a 30 metros en la salida de un local que dejaba filtrar bocanadas de aire fresco con el abrir y cerrar de la puerta.

Con una velocidad increíble el señor sacó la cuenta que eran 29 anteojos destruidos y que haciéndome precio me acompañaría al cajero más cercano a sacar 1500 pesos. Mientras tanto yo revisaba en mi billetera y apenas tenía 48$, no más ni menos del presupuesto con el que ando por la calle diariamente.

Se estaba revolucionando el ambiente. Ya se había sumado el vendedor de sombreros, el de carteras y venía en camino el de los relojes. Eran demasiados señores esperando sumarse a la resolución de los hechos. Insistía en que no había sido mi culpa y al no querer aceptar mi escaso botín de dinero el damnificado me sembraba miedo con amenazas en el idioma desconocido. Yo hacía gestos con los brazos y hombros con la universalmente conocida expresión de ¿Y qué querés que haga, no fue culpa mía?!

Todo había sido producto de malas coincidencias que habían pasado por mí, luego mis enormes botas habían caído sobre sus anteojos y con un sincero dolor en el pecho ahora se lo tenía que bancar él por haber estado en el epicentro de las coincidencias. Pero volando de ira no quería ni escucharme y ya poniéndome intranquilo cayó de la manga la carta que me quedaba por jugar.

Lo profundo de mi inconsciente me trasladó al Tigre a la época en que competíamos las regatas de los domingos. Veía el río todavía tranquilo y una larga fila de embarcaciones alineadas esperando el grito final donde la parsimonia se convertiría en un inmenso oleaje que inundaría a los distraídos y a partir de ahí lo único que nos importaba en el mundo era la línea de llegada y el silbato perteneciente a nuestra embarcación. También veo al gordito que hacía de árbitro de largada pronunciando la palabra que se correspondía con el fin del silencio explosivo: Atentioooooooon...

En eso una palmada de provocación del gigante oscuro retorcido de rabia me trajo a la realidad y completé la frase que daba inicio a la regata: ¡Goooooooooooooo! Por un micro instante paralicé a toda la audiencia con el grito, lo que me permitió escabullirme entre los predadores y empezar a correr por el medio de la avenida Corrientes sacando humo de las suelas.

Bocinazos, motoqueros, bicicletas, peatones distraídos, tacheros, colectiveros, toooooodo un universo detenido expectante del episodio en el que un pibe huía corriendo perseguido a menos de 5 metros por un ejército de inmigrantes confraternizados por la batalla.

A partir de ahí, lo primero que recuerdo es que en la esquina siguiente había un auto cruzando la avenida detenido en medio de nuestro camino. Del impulso y la velocidad que traía pude saltar y hacer un paso pesado sobre el capó del reluciente Megan 3, cuyo dueño ni se molestó en bajar al ver a la banda descontrolada que me perseguía por detrás. Siguiendo por el medio de la calle con el tránsito paralizado por los semáforos avanzaba cargándome con los espejos de los conductores que no habían tenido la delicadeza de dejar una huella para los ciclistas, o corredores olímpicos en este caso. Toda una maratón de curiosos que no habían sido capaces de abrir la boca en el momento indicado ahora nos perseguía a todo tranco para no perderse el desenlace final donde se repartirían mis extremidades en honor a la venta ambulante, y a medida que adelantábamos se iban sumando no solamente más espectadores sino que todos los hermanados manteros unidos de la Avenida Corrientes ahora me perseguía disputándose mi cabeza.

Mi cerebro hacía triangulaciones instantáneas entre autos, semáforos, peatones y los huecos que quedaban entre todo eso. Para eso habían pasado 4 cuadras y ya desde los edificios la gente se asomaba alentando para alguno de los dos bandos. Todos estaban dispuestos a perder un rato de sus trabajos e incluso toda la mercadería que descuidaban para unirse al bien común que era chusmear el acontecimiento del día.

En Riobamba con las piernas temblando y robándole aire a todos los habitantes con inmensas bocanadas me meto por el pasaje Santos Discépolo volteando las pocas sombrillas y mesas que había para tratar de ganar espacio. Las saltan como si nada.

Por la avenida Callao esquivo el 37 que iba a Ciudad Universitaria y a 50 metros adelante diviso mi última salvación.

La marca era Iveco. Iba decorado con calcos verdes y tenía el caño de escape en el techo. La tapa del compactador trasero estaba cerrada y el eje loco iba apoyado en el suelo: el camión de basura había terminado su recorrido e iba a descargar.

Hice un esfuerzo sobrehumano para alcanzarlo descendiendo por la onda verde y sin esperar el famoso eoooooooo de los recolectores me tiré donde caen las bolsas de basura rogando que el camión nunca se detuviera.

Cuando asumí que ya iba a muy alta velocidad me asomé empapado del líquido que cae de las bolsas aplastadas y al ver que ya no tenía seguidores me distendí tratando de sentarme ahí dentro y ver el momento oportuno de bajar. Pero para ese punto el líquido sinovial había invadido mi cuerpo, el aire entumecido del contenedor estaba en el estómago y cuando empecé a vomitar instantáneamente me acalambré todos los músculos del cuerpo. Quedé ahí dentro tendido observando desde una óptica muy especial el recorrido que hacía mi transporte hasta su disposición.

Veinte minutos más tarde, en el control de acceso de la unidad de transferencia de Colegiales grité con la escasa fuerza que me quedaba para que me sacaran de ahí dentro antes que me arrojen a las cintas transportadoras.

No tuve fuerzas para explicarles lo que había sucedido y simplemente pedí que me dejaran junto a un árbol para recuperarme. Estuve inmóvil y reaccioné 10 minutos más tarde con un auto de la policía que se ofrecía a pedir una ambulancia. Esta vez me había salvado.


Podés escuchar este cuento aquí

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