En aquel momento estar en la cárcel era distinto. A la
cárcel iban todos los guerreros cuando terminaba una contienda a cumplir la
condena de valor que había impuesto el Rey que cambió nuestra existencia. Hacía
poco había terminado la guerra más grande que tuvo la Argentina y dentro del
pabellón 4 del penal de Rauch nos encontrábamos los soldados díscolos que
habíamos llevado la batalla al desenlace.
Habían desaparecido las dos terceras partes de la escasa
población que siempre tuvo nuestro país. Tres años atrás habían venido a
llevarse la sal y quien gobernaba esta tierra simplemente dijo no, dos
inofensivas letras que dieron lugar a la guerra más larga y desigual de nuestra
historia.
El censo post combate había arrojado un hombre por cada 16
muchachas. A las mujeres les permitían ir a los tinglados del pabellón a dejar
notitas que arrojaban al comedor comunitario en el horario de almuerzo. Las
notitas iban en papeles chiquitos y la creatividad era clave a primera vista.
La mayoría ponía un nombre mixto entre real y de fantasía con un teléfono. Los
papeles brillantes se veían rápido, pero corrían el riesgo de ser filtrados por
el personal. Algunos tenían dibujos adicionales que atrajeran la atención. Las
fotos habían desaparecido.
Para el primer turno de comida del jueves había enormes
colas. La mayoría de los que pronto saldríamos en libertad trabajábamos los
fines de semana en el taller de boggies y ese era el último almuerzo en el
predio. Desde adentro desconocíamos los pormenores de lo que sucedía allá
afuera, a pesar de que varios ya teníamos la libertad condicional para salir,
la jornada era extenuante y estábamos concentrados en juntar un dinero para
rearmar nuestra vida. La economía se había vuelto muy elemental pero el
consenso, el buen ánimo y la ilusión de futuro estaban en el aire, habíamos
aprendido la lección.
Ese mediodía del jueves 26 de mayo estaba despejado después
de muchos días de lluvia intensa. Ninguno de nosotros fue con ansias al comedor
porque la lluvia había restringido el acceso al penal. Pero siempre alguna
notita había. Con la sirena de inicio del turno vi caer algunos papelitos,
varias notitas coloridas que planeaban relucientes hasta el suelo y una rezagada
que cayó más velozmente. Era un cuadradito autoadhesivo completo, de esos que
se veían antes en las oficinas. Tenía restos del óxido del tinglado donde se
notaba que había pasado apretado por la reja. Me acerqué a levantarlo y vi
enseguida y sin creerlo los detalles de la vida, los que había dejado atrás
cuando cargué orgullosamente el rifle de combate. En el primer papelito había
un chunito discreto, sonriente. Poca gente los había visto alguna vez entre los
árboles. Sentí latir mi corazón después de años. Llevaba paraguas, era
precavido. El segundo papel tenía dibujado a mano un tintico con la dirección
del parque de la ciudad y finalmente, calado en el resto del bloque había un
cospel para el ferrocarril que iba a la ciudad.
La tarde siguiente fue lo que hoy se conmemora como el día
de la libertad.
Podés escuchar este cuento aquí
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